domingo, 16 de febrero de 2014

Nivelar por lo alto


Si alguien me encuestara acerca de lo que menos me gusta del invierno, probablemente mi respuesta no estaría dentro de las posibles respuestas de opción múltiple. Por los inviernos que pasé en Boston y los otros tantos que he pasado en Nueva York, puedo decir que la nieve (a pesar de que puede llegar a ser molesta), me sigue pareciendo un fenómeno muy bonito que como nativo ecuatorial que soy no me he cansado de contemplar. En el mes de febrero el día oscurece alrededor de las 5.30pm, pero finalmente es sólo una hora más temprano que en Bogotá y por lo tanto tampoco llega a ser una gran molestia para mí (aparte es una buena excusa para levantarme más temprano).  Mientras la temperatura no baje de 5 grados bajo cero, el frío me parece soportable y hasta me gusta la sensación del viento helado pegándome en la cara, y cuando hace mucho frío pero el día está despejado y soleado me encanta caminar por la calle. 

Así que dudo mucho que mi respuesta hiciera parte del cuestionario: a mí lo que más me molesta del invierno es el calor. Mientras escribo esto estoy en un cuarto con una calefacción central (igual que en todas las casas en las que he estado en invierno por estas latitudes), y calcularía yo que aquí adentro debemos estar a unos 30 grados centígrados. Saben la sensación de calor que uno tiene cuando abre el horno para sacar la lasaña? Pues eso mismo se siente aquí, pero todo el tiempo. Absurdamente los apartamentos cuentan con un sistema de calefacción central -que por supuesto no se puede controlar individualmente-, y al parecer entre más frío hace afuera más se calientan las calderas. La opción más obvia es abrir la ventana, el problema es que el hilito de viento a -10 grados no se acaba de mezclar con el horno a 30 grados, y acaba siendo una sensación bipolar en el que por un lado uno tiene la espalda hirviendo y por el otro la punta de la nariz congelada.  

Vista desde el cuarto en el que me estoy asando en Brooklyn.
Cinco días en una habitación con calefacción central bastan para que uno tenga dolor de cabeza todo el tiempo, la piel de los codos y las intersecciones en los dedos descascarándose, y la garganta al despertarse más seca que si uno se hubiese tragado diez yemas de huevo duro con galletas Saltinas. Diría yo que un bebé de tres meses en condiciones de temperatura normales, tiene más posibilidades de pasar la noche derecho que un adulto en este calor ultra seco escuchando la sinfonía que interpreta la orquesta nocturna de la calefacción central toda la noche! En mis años bostonianos creo que no había una sola noche entre noviembre y marzo en la que en varios momentos no me despertara el que me imaginaba ser un duende martillando con todas sus fuerzas el tubo de la calefacción, o el sonido del agua hirviendo pasando por la tubería amenazando con salirse y derretir todo a su paso.

Soy yo, o es un completo absurdo que en los meses más fríos del año el problema sea el calor? Aquí el concepto del ‘Ying-yang’ se lo tomaron demasiado a pecho: si afuera hace menos 30 grados no te preocupes, que para compensar te vamos a subir la temperatura del cuarto a 30 grados para que te quedes tranquilo. En todo caso yo preferiría ponerme tres pares de medias y un buen abrigo a tener que comprar un humificador para no acabar como una serpiente cambiando de piel cada semana (aparte de no sentir que estoy contribuyendo a este descomunal desperdicio de energía!).

Y para completar el cuento: una buena amiga que trabajaba cerca de Times Square hace un par de años me contó algo que me resultaba (y me resulta) realmente difícil de creer. En los meses más calurosos del año (de junio a agosto), la empresa en la que ella trabajaba muy gentilmente le daba a todos sus empleados un aparato que instalaban al lado de sus respectivos cubículos; estoy seguro que si les preguntara qué aparato creen ustedes que era, jamás lo adivinarían.

Un ventilador? No. Una hielera? No. Un abanico eléctrico? No.

Un calentador.

(así de absurdamente alto ponían el aire acondicionado en el edificio!!!)






  

jueves, 13 de febrero de 2014

El dibujo del milenio

Mi mamá nos levantó como a las 8am para ver si queríamos ir al concurso anual de pintura rápida que se llevaba a cabo en Sant Cugat. Mi hermana se había ganado el concurso el año anterior, y nos había parecido chévere la idea de ir a participar. Yo dudé bastante si levantarme ese domingo de la cama para ir a dibujar no sé qué, con no sé qué materiales, pero finalmente me animé y agarré una cartulina, unos colores de agua que tenía, un rapidógrafo y unos lápices, y con mi hermano y mi mamá nos fuimos al pueblo a pasar la mañana pintando al aire libre. Ese año se celebraba el mileniario del monasterio del pueblo (construido en el año 1002), y por lo tanto éste sería el tema central del concurso de ese año. Cuando llegamos a la plaza vimos que ya había muchos artistas comenzando a preparar sus lienzos para hacer sus rendiciones del monasterio milenario, y  sólo ver lo poco que algunos habían alcanzado a dibujar en poco tiempo fue suficiente para que entendieramos que estábamos completamente fuera de lugar. Algunos tenían lienzos gigantes, y una paleta enorme para mezclar sus óleos, con lo cual no era para menos sentirse completamente ridículo con una cartulina mal cortada y unos colores de agua debajo del brazo.

Me senté en una banca que encontré frente al monasterio, y apoyando la cartulina contra unas revistas que me traje de la casa comencé a dibujar una caricaturesca versión del monasterio. Dentro del mismo dibujo hice pequeños paisajes con árboles en diferentes momentos del día, que fui camuflando adentro de las líneas del monasterio; después de unas tres horas tenía en mis manos un dibujo bastante surreal y colorido de un monasterio con aires orientales y paisajes diminutos sin sentido. 

Entregamos nuestros dibujos en una carpa, y alcanzamos a ver apoyados en una pared algunos de los cuadros gigantes que ya habían terminado algunos de los concursantes: había que venir por la noche a la exhibición porque muchos eran realmente impresionantes. Volvimos a la casa para almorzar y pasar el resto del día terminando unos trabajos para la universidad, y a las 6pm volvimos a la plaza para la premiación y posterior exhibición de los cuadros.

Habían habilitado una zona del museo del monasterio para el evento, y habría unas 200 personas sentadas cuando llegamos. Cámaras de televisión rodeaban una tarima enorme en frente de los asistentes, y unos focos de luz enormes alumbraban la tarima haciendo parecer que estaba por comenzar un concierto. El público se quedó en silencio cuando salió a la tarima la directora del Centro Cultural de Sant Cugat, quien en un discurso en catalán agradeció a todos los participantes y patrocinadores del evento, y que luego habló un poco sobre la importancia histórica que el monasterio había tenido en la zona. Se retiró ante los aplausos de los asistentes, y le siguió un señor de barba que se puso frente a un atril en el que puso algunos papeles.

La premiación iba a empezar, y el señor sacó un sobre de una carpeta y leyó: “El primer premi del 14è Concurs de Pintura Rápida va para el Joan Andrés”. La gente aplaudió, pero nadie pasó al frente. Siguieron unos segundos de silencio, y mientras tanto al igual que el resto nosotros esperábamos con mi hermano, mis hermanas y mis papás al ganador para aplaudirlo. “Quina llàstima que el Joan no estigui per aquí” (“qué lástima que el Juan no esté por aquí), dijo.  Los segundos siguieron pasando, acompañados por un silencio incómodo. “Algú que conegui al Joan Andrés?” (alguien que conozca al Joan Andrés?), volvió a preguntar. La sala siguió en silencio, y mientras esperábamos mi hermana Silvia me dijo “Oiga no será que es usted?”. “No, estás loca”, respondí. “No sé… asómese y pregunte!” “Pero no, no puede s…” Silvia me empujó y siguiendo el impulso me acerqué a la tarima (para quienes no saben, Joan en catalán se pronuncia ‘yuan’, y Andrés es un apellido bastante común en España, con lo cual Joan Andrés estaba bastante lejos de mi nombre completo). 

Me acerqué al borde de la tarima, y susurrando le dije a una señora que estaba sentada al lado del atril donde estaban hacienda la premiación: “Joan Andrés? No creo que sea yo, pero sólo por si acaso yo me llamo Juan Andrés Ospina”. La señora se fijó en la lista que tenía en la mano y me dijo “Si sí hijo eres tú, ven, pasa!”. 

Subí por unas escaleras y entré a la tarima muy confundido. En seguida me alumbraron con un foco muy fuerte y la gente comenzó a aplaudir, yo desde arriba incrédulo le hacía caras a mis hermanos: tenía que ser un error. Me hicieron pasar frente a tres personas que estaban sentadas en la tarima, y sin quitarme la cara de risa incrédula a los tres les di la mano mientras me entregaban una plaqueta y un sobre. Me bajé de la tarima riéndome, y convencido de que tenía que ser un error: no podía mi caricatura del monasterio haberle ganado a ninguno de los cuadros hiperrealistas al óleo que habían pintado los artistas que había visto por la mañana. Para completar el absurdo de la situación bajé de la tarima en medio de los aplausos y abrí el sobre blanco, del cual saqué un cheque por trescientos cincuenta euros.

Volví con mi plaqueta a donde estaban mis papás, y el evento continuó. “Segona Categoría: aquarel·les. El premi es per…” Entonces hay diferentes categorías, pensé. Yo no tenía ni idea de nada y pensaba que sólo había un premio: efectivamente habría tenido que ser un error de haber sido yo el ganador único del concurso. Revisé el programa, y encontré que había una categoría titulada “Premio Cartel”, en el cual escogían uno de los dibujos para aparecer en los posters del concurso del año siguiente, y trescientos cincuenta euros. Así que bueno, desde luego no le había ganado a los profesionales que había visto por la mañana, pero efectivamente me había ganado un premio y una plata que no me podía llegar en mejor momento.

Ya había sido bastante simpático e increíbe el episodio, pero la noche seguía con sorpresas. El señor de barba siguió pasando fichas, y después de premiar tres o cuatro categorías más dijo: “El primer premi en la categoria de llapis i carbonet és per Nicolás Ospina”. Con Silvia soltamos una carcajada, y Nicolás pasó adelante a la tarima entre aplausos a recibir una plaqueta y una caja muy profesional de carboncillos.

La premiación terminó y entramos a un salón en el que estaban exhibiendo todos los cuadros. Realmente había unos que eran impresionantes, y el que ganó el premio más importante era una verdadera obra maestra. Mientras me tomaba una champaña fui viendo los cuadros, y cuando pasé por el de Nicolás me llamó la atención la conversación que estaba teniendo una de las jurado con una amiga “De este nos gustó mucho la sensación de que el campanario está en las nubes”, dijo, y yo volví a sonreir mientras las seguía viendo analizar el dibujo de Nicolás.*

Durante algunos días pasaron por la televisión local escenas del concurso, y lo primero que salía en la nota televisiva era yo pasando a la tarima con cara de imbécil a recibir una plaqueta mientras incrédulo le daba la mano a una gente que nunca supe quienes eran. Nicolás usó un par de veces los carboncillos que se ganó y luego los abandonó a su suerte, y yo ahorré los trescientos cincuenta euros y orgulloso puse la plaqueta en una repisa en mi cuarto. Un par de veces volví a la Casa de Cultura para ver si podía volver a ver mi dibujo, pero nunca lograron decirme dónde había ido a parar. Efectivamente salió en miniatura al año siguiente en el poster del Concurso de Pintura Rápida de Sant Cugat 2003, y eso lo debo tener guardado en alguna caja en el depósito en el que están mis cosas desde el año 2007.


*Nicolás se pasó tres horas dibujando el campanario del monasterio, y no porque quisiera dibujar sólo esa parte sino porque no alcanzó a hacer nada más. Se había empecinado en dibujar hasta el último detallito, y por eso cuando llegó la hora de entregar los cuadros él sólo había completado un 15% del dibujo. Encima, dada su poca técnica, fue ensuciando el resto de la cartulina blanca con su palma untada de la mina del lápiz, lo que la jurado interpretó como nubes perdidas en la altura. 

Priceless.




domingo, 2 de febrero de 2014

Oda a los créditos finales

Recuerdo que hace como 12 años, a pocas semanas de haber llegado a vivir a Barcelona, fuimos por primera vez a cine en esta ciudad con mi hermano y un amigo. Nos sentamos en la mitad de una de las filas de asientos, y desde ahí vimos una película francesa de la que no me acuerdo del nombre. Cuando terminó la película me puse de pié para salir, pero al ver que nadie se movía de su silla me volví a sentar. Impaciente volví a ponerme de pié después de unos segundos, pero la gente seguía ahí pasmada desde sus asientos mirando los créditos de la película que iban rodando junto al tema principal musical. “Qué carajos pasa! porqué no sale nadie y no prenden la luz!”, pensé. Repetí la misma opreración dos o tres veces -cada vez más estresado-, pero al ver que nadie se movía no tuve más remedio que desistir y quedarme sentado contemplando los créditos finales y esperando a que encendieran las luces, con lo cual no sólo pude disfrutar un rato más de la música sinfónica que me acompañó durante la película, sino que logré una transición más serena de dos horas de abstracción de mi vida cotidiana a la salida del teatro junto a todo el mundo.

Yo venía acostumbrado al cine en Bogotá, en donde no sólo iluminan los letreros de la salida diez minutos antes del final, sino que escupen a la gente de la sala prendiendo las luces incluso antes de que termine por completo la película; ese día entendí que esos minutos de silencio del final de la película, y de permanecer un rato reflexionando, disfrutando de la música de la película, pensando o simplemente haciendo una transición más amable al mundo real, eran casi tan importantes para mí como la misma película. Y así como las mamás les dicen a sus hijos que no salgan de la casa sin abrigarse para que el cambio de clima no sea muy brusco, los teatros de cine siempre deberían dejar a la audiencia tomarse unos minutos para recomponerse antes de salir nuevamente a las brillantes luces del centro comercial o a algún parqueadero insípido!

Pasar tres horas con un alcohólico drogadicto con sida que está intentando poner la pelea para que le dejen entrar al país la medicina que necesita para poder vivir (y que está prohibida por las farmacéuticas y el gobierno), y no tener ni treinta segundos para digerir todo ese voltaje emocional por tener las luces encendidas antes de tiempo y a algún pesado al lado presionando para que uno salga de la sala, no es precisamente un final feliz para mí. 

El ajetreo y el afán de la ciudad no son materia exclusiva de los trancones.

pd: recomiendo ver la película “Dallas Buyers Club”